Hoy nos adentramos en un lugar de paz y profunda reflexión en el corazón de Calcuta.
La Casa Madre de las Misioneras de la Caridad, lejos del bullicio caótico de la ciudad, se alza con una sencillez que desarma, sus muros humildes no gritan opulencia, sino que susurran historias de servicio y devoción. Al cruzar el umbral, el aire se vuelve denso con una quietud reverente, casi palpable, un contraste abrupto con el exterior. La pequeña capilla, despojada de adornos superfluos, invita al recogimiento; las miradas de los visitantes se posan con respeto en la tumba de la Madre Teresa, un sarcófago de mármol blanco, sorprendentemente modesto, que irradia una humildad conmovedora. El museo contiguo, una colección íntima de sus objetos personales —un sari, un par de sandalias gastadas, su crucifijo— evoca la austeridad de su vida, cada pieza un testamento silencioso a su legado de amor incondicional. Se percibe el aroma a incienso y a limpieza, una fragancia de orden y propósito que impregna el ambiente.
Recuerdo haber observado a una anciana, sentada en un banco de madera, con los ojos cerrados, no en oración formal, sino en una meditación profunda. Sus manos, arrugadas por los años, sostenían un rosario gastado. No derramaba lágrimas, pero su rostro reflejaba una serena gratitud, como si en ese instante, el espíritu de compasión que emana del lugar le ofreciera un bálsamo. Era evidente que no buscaba una reliquia, sino una conexión con la esencia de lo que Madre Teresa representó: un amor desinteresado y la dedicación a los más vulnerables. En ese silencio compartido, la Casa Madre no era solo un edificio, sino un faro que sigue iluminando la importancia de la humanidad y la entrega, recordándonos que la verdadera riqueza reside en el servicio al prójimo.
Hasta la próxima parada en el mapa, viajeros.