¿Preguntas qué se hace en el Hammam Al Ándalus de Granada? Pues mira, es mucho más que "hacer". Es sentir. Imagínate que, de repente, el bullicio de la calle desaparece. Entras y el aire te envuelve con un aroma suave a jazmín y eucalipto, una fragancia que te dice "relájate". La luz es tenue, casi ausente, y el sonido del agua, constante y rítmico, te guía. Sientes el suelo ligeramente fresco bajo tus pies descalzos. Al llegar, te dan una toalla y te indican los vestuarios; hay taquillas con llave para que dejes tus cosas y te olvides de todo. Es como cruzar un umbral a otro tiempo, otro mundo.
Una vez listo, el sonido de las gotas y el murmullo de otros visitantes te llaman a la primera sala. Aquí, el agua te espera. Es la sala fría. Imagina el roce helado del agua sobre tu piel, un escalofrío que recorre tu cuerpo, despertando cada poro. Es un impacto breve pero intenso, que te eriza la piel y te deja sin aliento por un segundo, para luego sentir una oleada de frescor que te recorre de pies a cabeza. Este chapuzón, aunque sorprendente, es clave para activar la circulación antes de las salas más cálidas. No te quedes mucho, es solo un instante de puro vigor.
Después del frío, el vapor cálido te abraza en la sala templada, una caricia constante que te envuelve. Sientes cómo el aire se vuelve denso, cargado de humedad, y el calor penetra suavemente en tus músculos. El sonido del agua goteando de las fuentes es hipnótico, y a veces, escuchas el eco de risas lejanas, suaves y apagadas. Es el momento de dejar que tu cuerpo se acostumbre, de sentir cómo la tensión se va disolviendo poco a poco, como si tuvieras un abrazo invisible que te reconforta.
De ahí pasas a la sala caliente, donde el calor es más intenso y profundo. Imagina el aire denso y húmedo que te envuelve, haciendo que cada respiración sea pesada pero purificadora. Sientes el sudor brotar de tu piel, abriendo cada poro, liberando lo que no necesitas. Es un calor que te envuelve por completo, que se mete hasta los huesos, relajando cada fibra de tu ser. Puedes sentarte, recostarte, y simplemente sentir cómo tu cuerpo se ablanda, se relaja hasta el último músculo. Es el clímax de la relajación profunda.
Después de las salas, un rincón de calma te espera. Imagina la textura suave de los cojines bajo ti, el silencio casi absoluto roto solo por el suave murmullo del agua que cae y el tintineo lejano de las tazas. Aquí, te ofrecen té de menta. Sientes el calor de la taza en tus manos, el aroma fresco de la menta invadiendo tus sentidos y el sabor dulce y reconfortante que te hidrata por dentro. Es el momento para simplemente ser, sin prisas, sin preocupaciones, dejando que la mente divague o se quede en blanco.
Si has elegido el masaje, sentirás unas manos expertas deslizarse con suavidad sobre tu piel, aplicando un aceite tibio que huele a mil y una flores, a veces a jazmín, a veces a ámbar. Cada presión, cada caricia, te lleva a un estado de relajación aún más profundo. Sientes cómo los nudos de tu espalda se deshacen, cómo la tensión de tus hombros se evapora. La música suave y casi imperceptible te acompaña, y el roce del aceite sobre tu piel te deja una sensación de suavidad inigualable. El masaje suele durar 15 o 30 minutos, dependiendo de lo que elijas al reservar, y se hace en una sala aparte con una camilla individual.
Al salir, la piel te parecerá increíblemente suave, como si acabaras de nacer. El cuerpo ligero, la mente en calma, como si hubieras soltado una mochila invisible. Te duchas para quitarte el aceite o el sudor, y te vistes sintiéndote renovado, como si hubieras reiniciado por completo. Es una sensación de paz que te acompaña el resto del día, un recuerdo que puedes invocar con solo cerrar los ojos y recordar el aroma a jazmín y el sonido del agua.
Olya de las callejuelas.